«Sensual y desgarrada. La voz de Chavela Vargas ha cantado al amor y a los celos, exprimiendo su corazón. Ahora desnuda su vida en un libro autobiográfico: ‘Y si quieren saber de mi pasado’…
Soy Isabel Vargas Lizano y vine a este mundo el 17 de abril de 1919 en Costa Rica. Y el mundo era un pueblo del cantón de San Joaquín de Flores, en la provincia de Heredia, al norte de la capital. Mi vida comenzó en aquel país pequeño, en un pueblo pequeño y en un pequeño mundo. Yo misma tengo una figura pequeña, y acaso esta pequeñez me haya obligado a ir dejando por esos caminos el alma que mi cuerpecito no podía cargar. Me gusta decir que mi pueblo era tan pequeño que sólo cabíamos una vaca y yo. Adoraba a aquella vaca, de ella tomaba la leche: era mi amiga del alma.
A mis abuelos no los conocí, y a mis padres, más de lo que hubiese querido. Mi madre se llamaba Herminia, y mi padre, Francisco. Tuve cuatro hermanos, Álvaro, Rodrigo, Ofelia y… no me pregunten por los muertos: era muy niña y la tos ferina la mató en San Salvador. Y puesto que he de decirlo casi todo, lo diré: mis padres no me querían. Yo lo sufrí: ni espero que lo comprendan ni que me compadezcan. Bastante he tenido con los psiquiatras; no me molesta reconocer la amargura de mi infancia, pero me enoja que traten de hacerme creer que no pudo ser de otro modo. “Olvide lo pasado”, me dicen. “Olvide lo pasado y vuelva a pensar que su infancia no fue como ha creído. No pudo ser de otra forma. Tómelo así”. Este tipo de enredos es lo que yo llamo babosadas. Es bien fácil decir “olvide lo pasado”, como si estuviera en nuestras manos dejar atrás la historia y no cargarla como un fardo repleto de amargura. Es un peso agotador. Es bien fácil volver loca a una mujer y confundirla hasta el punto de que no sepa qué ha vivido, qué fue real y qué imaginado. Entre un psicólogo y un chamán hay cinco mil leguas. El chamán te cura con esperanza, con amor. El otro te retaca de medicinas. Ahorita quieren que me tome una píldora para que se me quite lo que traigo en el alma… A un psiquiatra en España le dije: “Usted me verá loca. Sí, es que lo estoy, pero no quiero que me lo quite con ansiolíticos. Déjeme usted loca”. Recuerdo que fue a una actuación y vino al camerino para felicitarme, tembloroso y llorando de emoción. Al cabo de un mes se murió, y en Madrid dijeron que Chavela había matado al psiquiatra. ¡Ah, no! ¡Se murió él solito!
(…) Es más que cierto, y lo diré cuantas veces me plazca, que viví con mucho desamor, que no me quisieron, que la familia era un nido de soledades, que desde muy niña aprendí a defenderme a la fuerza, que el mundo es un mortero y que hay que ser muy duro para que los golpes no te desmenucen. Y de todo ello tuve una prueba cierta muy pronto. Al poco me enviaron a la finca de mis tíos, que Dios tenga en el infierno. Ésos eran los cariños de mi madre: alejarme de su presencia y enterrarme en un lugar en el que no conocía a nadie. Mis tíos, Ascensión, Tomás y Juan, y la docena larga de primos que vivían allí sentían por mí la misma indiferencia que yo sentía por ellos. Ni los conocía ni me importaba conocerlos. Sus modos de vida, sus palabras, sus gestos no eran los míos, y de ellos ni pude ni quise esperar ningún rastro de afecto: ya me conocía la historia. Eran tan machitos que una caricia o una frase amable degeneraba la especie. Mi padre hizo otro tanto con sus hijos y favoreció a los hombres, dejando a las mujeres para lo que se entiende que sirven las mujeres.
Me levantaban temprano y me ponían a cortar café. Otras veces íbamos a los naranjales y echábamos allí el día, desde las siete de la mañana hasta las cinco de la tarde. Recogía 4.000 o 5.000 naranjas diarias para mandar al mercado. También arreaba el ganado, lo llevaba al agua, y me ocupaba de las cosas de la casa: lavar las sábanas, fregar, limpiar…, “allá donde bajaba la cruz”. ¡Qué! No le tuve miedo al trabajo; tenía las manos lastimadas, pero no le tuve miedo al trabajo. Los niños de Latinoamérica, si alguna vez pueden leer estas líneas, sabrán lo que digo. Digo de golpes y humillaciones, digo de abandono y desprecio, y digo del miserable acto de explotar a criaturas que sólo desean llegar a mañana. Y el que tenga estómago, que lo aguante.
(…) Quería hablar de Frida, mi amiga, mi amada, mi buena Frida (…).
Frida sólo pintaba su vida: sus cuadros son una biografía, la mejor de las biografías posibles –más de cincuenta autorretratos han contado–. Y puesto que su vida no fue más que dolor y amor, sus cuadros lo son también. “Mi pintura lleva en sí el mensaje del dolor” (…).
No, creo que aún no tenía los veinticinco años. Me ocupaba de vivir y trataba de hacerme un hueco en el mundo de la música. ¿Para qué vine a México? Yo quería cantar como los mexicanos. Me invitaron a una fiesta.
–En casa del pintor, de Diego Rivera. En su casa se reúnen los pintores, y los músicos… Ven.
Y fui. Era la casa de Coyoacán. La casa de Frida. La Casa Azul. Tiene su significado: la hizo pintar de ese color en recuerdo de los ritos sagrados indígenas, zapotecas y mixtecas. Ahora es la Casa Museo Frida Kahlo, en Londres con Allende, cerca de los Viveros.
–¿Quién es esa niña? –preguntó Frida–. La de la camisa blanca, ¿quién es?
–Es Chavela Vargas –le dijeron–. Anda en la cosa artística. Le gusta artistear.
Así se hablaba entonces. Y por lo que a mí respecta, así era: andaba artisteando, tratando de cantar “como los mexicanos” (…).
Frida me hizo llamar y me sentó a su lado. La señora estaba con el pelo amarrado con sus cordones y sus collares… He visto fotografías donde aparece con el mismo vestido. Le gustaba llevar el pelo recogido, o con trenzas, con esos pendientes de motivos indígenas, con azules, y oro. Diego la hizo vestir como una diosa para una foto, y a ella le gustaba. Su sangre era india y española, y tenía sus raíces en Oaxaca, o Huaxyácac, que es el nombre náhuatl o azteca. Algunos dicen que significa “junto al bosque de las acacias” y otros dicen que significa otra cosa. Corre de boca en boca que las mujeres de Oaxaca son muy bellas, y con razón.
Ella estaba recostada en la cama; la cargaron desde el cuarto hasta el patio, donde se celebraba la fiesta, y yo me senté a su lado.
–¡Qué linda es! ¡Qué bella es!
Sí, creo que ésas fueron mis palabras (…).
Durante toda la noche estuve platicando con Frida. No me moví de su lado. Puede que viera en ella alguna cosa –¿no dicen que soy chamana?– o puede que, simplemente, me pareciera un ser maravilloso. También Diego estuvo con nosotras, y los tres hablamos y hablamos.
–¿Por qué no se queda a dormir usted? –me dijo cuando la fiesta tocaba a su fin, si es que aquellas fiestas acababan alguna vez–. ¡Oh, Chavela, vive usted en Condesa…! ¡Muy lejos! ¡Quédese! ¡Hay cuartos de sobra!
Lo mismo me daba dormir en un lugar que en otro; me quedé en la Casa Azul, y así comencé mi amistad con Frida.
Me dejaron en un cuarto pequeño (ahora está bastante cambiado, han cambiado algunas cosas), y me entregaron uno de aquellos perros de su colección, de aquellos perros mexicanos que se comían los aztecas… eso dicen, no me pidan cuentas a mí.
–Duerme, duerme con ellos –me decía Diego–: calientan y quitan el reumatismo.
No sé. ¿Pensaría Diego Rivera que yo era una niña reumática? Así que dormí con los dichosos perros… A Frida le encantaban aquellas figurillas de barro pintado, los tenía en una repisa, como en un nicho. Y al día siguiente me levanté y desayuné con Frida. Ella, en la cama, y yo, en una mesita, me tomé mi café, y platicamos, y platicamos, y hablamos de muchas cosas, de arte, de… Me enseñó sus cuadros. Era la primera vez que visitaba aquella casa y, tal vez, era la primera vez que veía un cuadro de Frida Kahlo. Me enseñó también el estudio… Lo había mandado hacer Diego, creo, para que Frida se encontrara a gusto y no tuviera que dejar la casa. Me enseñó toda la estancia, y el estudio de Diego. Ahora Diego Rivera es toda una institución en México, pero entonces lo era aún más. Sus obras, aquí y en otros lugares del mundo, causaban sensación (…). Dicen que Diego era un despilfarrador, que no se ocupaba del dinero. Yo eso no lo sé –ni me importa–, pero lo comprendo bien: a mí me ha pasado otro tanto, y como nunca me he ocupado de las monedonas, tampoco las he tenido nunca. O las he gastado, o me las he bebido, o las he dado para que otros bebieran, o las he perdido, o las he regalado, o me las han robado. Que de todo ha habido. Pero, ustedes se lo saben: que hay personas que no dan con el dinero, qué le vamos a hacer. Los que se ocupan del dinero no se ocupan de otras cosas. Dicen que era despilfarrador porque gastaba mucho dinero en obras de arte, supongo. Lo que yo sé es que lo llamaban “viejo codo”: les hacía listas para comprar. A Frida le daba dos pesos por semana para el gasto. Y a Lupe –su mujer, con la que tuvo dos hijas–, uno cincuenta (…). Aquella casa era como un sueño, con tantos objetos, con figuras, cuadros, piezas de arte indígenas, los colores. Vivíamos como en un sueño. (André Breton sonreiría si pudiera leer esto, pero para Frida sus sueños eran la única posibilidad de vivir: los sueños eran su vida). Como fuera de la realidad se vivía con ellos. Y yo, que soy muy dada a vivir fuera de la dimensión en que vivo… Conocí muchas cosas, aprendí muchas cosas. Era un mundo diferente al mío; yo era una niña que no conocía la cultura mexicana, y ellos me la enseñaron, me la enseñaron de verdad. Yo aprendí con Frida y con Diego. Hasta el fondo. De los labios de los más grandes. Conocí el arte de labios de los pintores, del alma de los pintores. No estoy segura de cómo describirlo… el alma de Diego, el alma de Frida. Era como una revelación, como si colocasen una luz en mi pecho. Fui feliz. Fui feliz un verano.
Yo me sentaba junto a Frida y la veía pintar.
–¿Por qué pinta la señora esas cosas tan raras?
–Es un estilo nuevo, Chavela… Tú no lo entiendes. Ve a ver a Diego.
–No; es verdad, no lo entiendo.
Y me iba a ver a Diego. En este caso, él era distinto. Le gustaba hablar, no le molestaba platicar mientras estaba trabajando.
–Ven, Chavela. ¿Quieres que te cuente una historia? Vieras que llegó un día una niña a la universidad, con las manitas atrás, así. Y llevaba un cuadrito. “Préstame para verlo”, le dije. “No, no, maestro. Yo no lo quiero enseñar”, me dijo. Y lo tapó así con el rebocito. Así que tuve que quitárselo. Quedé… asombrado. ¡Era una maravilla, Chavela, una maravilla! A esa edad: la niña Frida, mi Friducha (…).
Cuando digo que mi estancia en la Casa Azul fue como un sueño, no lo digo en tono metafórico. Lo digo porque realmente era como un sueño (…). En cierta ocasión estábamos los tres en el jardín: Frida, Diego y yo. Allí, como saben, había muchos animales: monos, tortugas, perros, pájaros… En fin, una de las tortugas estaba herida porque un perro le había mordido en la cabeza. Así que Diego me aconsejó que me subiera encima de la tortuga para poderle sacar la cabeza y sanarla.
–Eso es. Súbete encima, y desde arriba le jalas la cabeza… así.
Frida, mientras tanto, se había quitado el pie ortopédico y lo tenía a la altura de los ojos, y lo miraba, no sé por qué. Y Diego, con los pinceles en la mano, se había quedado con la mirada perdida. En esto llegó un periodista y quiso pasar la puerta del jardín. Era un periodista muy importante de Suramérica.
–¡Oh, perdón…! Me equivoqué…
Aquel hombre estaba aterrorizado: vio un cuadro espantoso.
–Sí, sí. Pase, pase –le dije, subida en mi tortuga–. Si está buscando la casa de Frida Kahlo y Diego Rivera, ésta es.
–¿Y qué está usted haciendo subida en una tortuga? –me preguntó.
–¡Eh, no! ¡Usted no me pregunte a mí nada! ¡Si quiere entrevistar a la señora o al señor, ésta es su casa! ¡Pero a mí no me pregunte nada!
El hombre se echó un tanto para atrás, como acobardado, aterrado ante aquellos locos y, a pasitos, susurraba:
–No… si yo ya me iba…
Así era. Muy extraño, pero muy divertido. Para mí era una verdadera delicia. Surrealismo puro… Bueno, supongo que sí. Pero tal era la vida con ellos. Vida surrealista, vida intensa, intensa en todos los aspectos (…).»
Fragmento extraído de una entrevista a Chavela Vargas, publicada en un diario español en el año 2000