En el Departamento de Correos – 1883 –
La joven esposa del viejo administrador de Correos Hattopiertzof acababa de ser
inhumada. Después del entierro fuimos, según la antigua costumbre, a celebrar el
banquete funerario. Al servirse los buñuelos, el anciano viudo rompió a llorar, y dijo:
—Estos buñuelos son tan hermosos y rollizos como ella.
Todos los comensales estuvieron de acuerdo con esta observación. En realidad era
una mujer que valía la pena.
—Sí; cuantos la veían quedaban admirados —accedió el administrador—. Pero yo,
amigos míos, no la quería por su hermosura ni tampoco por su bondad; ambas
cualidades corresponden a la naturaleza femenina, y son harto frecuentes en este mundo.
Yo la quería por otro rasgo de su carácter: la quería (¡Dios la tenga en su gloria!) porque
ella, con su carácter vivo y retozón, me guardaba fidelidad. Sí, señores; érame fiel, a
pesar de que ella tenía veinte años y yo sesenta. Sí, señores; érame fiel, a mí, el viejo.
El diácono, que figuraba entre los convidados, hizo un gesto de incredulidad.
—¿No lo cree usted? —preguntó el jefe de Correos.
—No es que no lo crea; pero las esposas jóvenes son ahora demasiado…, entendez
vous…? sauce provenzale…
—¿De modo que usted se muestra incrédulo? Ea, le voy a probar la certeza de mi
aserto. Ella mantenía su fidelidad por medio de ciertas artes estratégicas o de
fortificación, si se puede expresar así, que yo ponía en práctica. Gracias a mi sagacidad
y a mi astucia, mi mujer no me podía ser infiel en manera alguna. Yo desplegaba mi
astucia para vigilar la castidad de mi lecho matrimonial. Conozco unas frases que son
como una hechicería. Con que las pronuncie, basta. Yo podía dormir tranquilo en lo que
tocaba a la fidelidad de mi esposa.
—¿Cuáles son esas palabras mágicas?
—Muy sencillas. Yo divulgaba por el pueblo ciertos rumores. Ustedes mismos los
conocen muy bien. Yo decía a todo el mundo: «Mi mujer, Alona, sostiene relaciones
con el jefe de Policía Zran Alexientch Zalijuatski». Con esto bastaba. Nadie se atrevía a
cortejar a Alona, por miedo al jefe de Policía. Los pretendientes apenas la veían echaban
a correr, por temor de que Zalijuatski no fuera a imaginarse algo. ¡Ja! ¡Ja!… Cualquiera
iba a enredarse con ese diablo. El polizonte era capaz de anonadarlo, a fuerza de
denuncias. Por ejemplo, vería a tu gato vagabundeando y te denunciaría por dejar tus
animales errantes…; por ejemplo…
—¡Cómo! ¿Tu mujer no estaba en relaciones con el jefe de Policía? —exclaman
todos con asombro.
—Era una astucia mía. ¡Ja! ¡Ja!… ¡Con qué habilidad os llamé a engaño!
Transcurrieron algunos momentos sin que nadie turbara el silencio.
Nos callábamos por sentirnos ofendidos al advertir que este viejo gordo y de nariz
encarnada se había mofado de nosotros.
—Espera un poco. Cásate por segunda vez. Yo te aseguro que no nos volverás a
coger —murmuró alguien.